Mercados

Comerciante de telas en el mercado de Jodhpur
En ningún lugar se siente latir la vida, tan entera, tan espontánea, como en los mercados. En la India, y en España. Por eso nos fascina recorrerlos, perdernos sin tiempo en sus vericuetos, disolvernos entre el gentío y las mercancías que vienen y van.

Cada mercado es un organismo vivo, un ecosistema único aparentemente desordenado, pero que está regido por leyes invisibles para el extranjero, ya que cada cual, con prisa o con pausa, sabe cuál es su lugar. Un intrincado caleidoscopio que es diferente a cada hora, cada día de la semana, en cada ciudad, en cada estación. Se diría que la India toda es un inmenso mercado.

Pardas vestiduras de mendigo, y resplandor de saris. Pestilencia de detritus, reducidos a casi nada por perros, vacas, gallinas y cerdos, junto a fragantes carros rebosando clavellinas que serán ofrenda a los dioses. Oscuro barro en el suelo, y fulgurantes montañas de polvo de colores para dibujar la “tikka” sobre la frente de los fieles hindúes. Especias infinitas, frutas dulcísimas, fritangas, mil y un cachivaches made in Taiwán.

Un ciclo-ricksaw, cargado de manera inverosímil, aguarda pacientemente a que una vaca que ocupa tumbada toda la estrechísima calle se decida a moverse, sin importunarla. Un tendero hace caso omiso de la clientela que se agolpa al otro lado del mostrador, mientras reza -un manojo de varas de incienso humea entre las palmas juntas de sus manos- ante el altar doméstico presidido por una horripilante imagen de Hanuman que podría haber salido de cualquier serie manga; de repente interrumpe su inextricable letanía para gritarle al joven aprendiz algo que suena como “¡niño, miravé, atiende a la señá Lakshmi, que tiene prisa!”, y súbitamente parece sumergirse de nuevo en el más profundo éxtasis místico.
Incluso en los mercados destinados al turista, aunque sin duda son menos encantadores, sobreponiéndose a comerciantes insistentes hasta la agonía, ganchos de todo pelaje (algunos realmente imaginativos), y timos recurrentes, desterrada o ya resuelta la relación mercantil, es posible disfrutar de momentos irrepetibles de cercanía humana.


