Indiados

Impresiones tras nuestro primer viaje a la India, en julio de 2006

jueves, agosto 31, 2006

Rana y el ambassador


El ambassador al borde del desierto del Thar, durante una parada en un cafetín de carretera en la carretera Bikaner - Jaisalmer

“Welcome Mr. Carlos Blay x 3 from Rana”. Aún conservamos la redoblada hoja de papel gracias a la que le encontramos, alucinados, apabullados, entre la marabunta que se abalanzaba hacia nosotros a la salida del aeropuerto de Delhi. Un individuo menudo, con bigote y el pelo medio teñido de naranja (esto último, curiosa tendencia estética muy común entre los indios). Tiene 34 años, aunque casi siempre parece tener bastantes más.

Dimos con él por casualidad, mejor diremos por suerte, meses antes, en ese océano de corrientes caprichosas que es internet, gracias a la web que Rob, frecuente viajero holandés, amigo y padrino, le hizo. Varios correos intercambiados, inevitable y recio regateo, posibles rutas, más recomendaciones de otros viajeros, ... y nos convencimos de que podría ser la mejor opción para zambullirnos por primera vez en la India.

Tanto él como su mujer proceden de Dharamsala, en el estado de Himachal Pradesh, ciudad pequeña en los primeros contrafuertes del Himalaya, que en Occidente conocemos sólo por ser residencia habitual del Dalai Lama y sede del Gobierno tibetano en el exilio. Sin embargo, viven en Delhi, aunque la odian, y se sienten afortunados por poder ofrecer a sus dos hijos una educación que en otra parte no podrían recibir. Sueñan con volver, algún día, a las montañas, y trabajar la tierra.

Viven en un pequeño apartamento, en una especie de residencial semi cerrado (que cuenta, incluso, con su propio templo, nos dice orgulloso) de mala construcción, sin puertas interiores, e impregnado, como todo en ese nido de 18 millones de humanos, de un sedimento gris de polución. Fue agradable compartir un desayuno con ellos, y conocer a su esposa, policía municipal, y a sus dos hijos adolescentes, ella, delegada de clase y sobresaliente estudiante, y él, también estudiante, pero más prometedor como jugador profesional de cricket (imaginad la fama de nuestros jugadores de fútbol, multiplicadla por cien, y os haréis una idea de lo que significa). Ambos chavales hablan un impecable inglés.

Rana regenta su propio negocio, “Triveni tours”, una agencia de transporte turístico unipersonal, y cuya flota de vehículos está compuesta por un único ambassador blanco, no precisamente nuevo, pero impecablemente limpio y cuidado. Pudo adquirirlo gracias al patrocinio de Rob, el holandés. El intrépido ambassador es, desde los años cincuenta, el modelo orgullo nacional, a incluso continúa siendo el coche oficial de los más altos mandatarios. En 5.000 kilómetros de travesía (que se dice muy pronto, pero los números, aunque los inventaran en la India, no significan lo mismo que aquí) aguantó impertérrito.

No sólo fue nuestro conductor (y muy buen conductor, lo que es imprescindible en las carreteras de la India si es que aprecias tu actual encarnación), sino todo un cicerone, puntual, correcto, y dispuesto siempre a solucionar los cientos de pequeños contratiempos que, de otro modo, podrían devenir en situaciones kafkianas e irresolubles. Abstemio, no fumador, y algo fakir para la cosa de las comidas, pero muy beato nos salió, eso sí. De meditación matutina diaria, oración antes de comenzar cada viaje y acción de gracias al llegar a destino, y fervoroso feligrés de cada templo que visitáramos. En el salpicadero del ambassador, un pequeño “rosario”, estampitas variopintas, la foto de un veneradísimo “holy man” (parece ser que aún vivo, aunque de apariencia fósil), y una figurita de Ghanesa, el dios-elefante del “buen rollito”, que, cada vez que se volcaba o caía (lo que sucedía continuamente durante las cotidianas carreras de obstáculos), se apresuraba a recolocar y “santiguarse”, en plena marcha, lo que saturaba nuestra ya disparada producción de adrenalina. Para amenizar los viajes, podíamos escoger entre un rayado casette de himnos a Shiva “The Lord”, u otro aún más desgastado de himnos a Krishna, que acompañaba (especialmente por la mañana, mira por dónde) con sus propios pulmones de montañés como si en ello le fuera el karma: “Yaiii yaiii yaiii...Hanumaaaaaaaaaan...”.

Todo un personaje, al que terminamos por coger un aprecio sincero. Mantenemos contacto a menudo todavía. Desde luego, nuestro viaje hubiera sido muy distinto sin él. Si estáis pensando en viajar al norte de la India, sobre todo si es por primera vez, os aconsejamos contactar:
udit_511@rediffmail.com / www.advaita.nl


Rana, delante del abandonado palacio de Jhansi, en Maddhya Pradesh

miércoles, agosto 30, 2006

Imágenes: Retratos (I)

Estudiantes de la madrasa de la Fatehpuri Masjid en Old Deldhi


Mujer en el Ha-Ki-Pairi Ghat de Haridwar



Ruth en el templo de Mansa Devi en Haridwar

Postulantes y Saddhu en un ashram de Rishikesh


Mujer en un paso a nivel en la carretera Bikaner-Mandawa

martes, agosto 29, 2006

Sikhs

En Delhi no se puede dejar de visitar el majestuoso templo sikh Gurdwara Sisganj, y no ya por lo impresionante de ese inmenso edificio de mármol blanco y cúpulas doradas que destacan en medio de la decadente y tumultuosa arteria principal de Old Delhi (Chandni Chowk), sino por la oportunidad que brinda para conocer esta interesante comunidad religiosa que, pese a no constituir más del 1,8% de la población de la India, es una minoría que resulta ampliamente visible, ya que gracias a su tremenda disciplina y al trabajo duro se ha convertido en una de las élites del país, destacando en casi todos los campos: la industria, la educación, la medicina, la ingeniería, las fuerzas armadas o el deporte. El primer ministro actual, por ejemplo, es sikh.

Sin embargo, y a pesar de estar “en la cima”, estos hombres ¡y mujeres! (por una vez parece dársenos un papel “equitativo” en la comunidad) se ponen cada día a “la altura” de los más pobres entre los pobres. Y es que su religión, con dedicación “misionera”, les invita a dar un poquito de lo que tienen sirviendo como voluntarios a los demás (trabajando, no pagando a otro para que trabaje, que sería mucho más fácil, ¿verdad?). Todo templo sikh, presente en cada las ciudad de la India según sus necesidades, integra no sólo el edificio específicamente destinado a los oficios religiosos, sino una gran organización con vocación asistencial, en la que se integra un dispensario, habitaciones para alojarse y un enorme comedor social en los que no se hace distinción de casta, credo, sexo, nacionalidad o nivel económico (¡hasta tú, que no tienes pura necesidad, podrías beneficiarte gratuitamente de sus servicios!).

Comedor colectivo del Gurudwara Sisgang en Delhi


Disciplina, organización, solidaridad. Tres bienes escasos, y tan necesarios, entre los indios.

Al llegar al Gurudwara Sisganj de Old Delhi eres amablemente recibido por un correligionario voluntario, como todos los que trabajan en la comunidad, pulcramente vestido y aseado (lo que ya denota otra forma de entender las cosas) que pacientemente se ofrece a enseñarte las dependencias de la organización y a darte todas las explicaciones que quieras recibir –en un exquisito inglés- sobre sus creencias, filosofía y modo de vida. Si te apetece, puedes incluso entrar en un debate filosófico acerca de la vida y las religiones... ¡interesantísimo! seguro, pero no apto para cualquier mortal (entre los que me incluyo).

Resumiendo un poco, la religión sikh es monoteísta, como el cristianismo o el islam, en contraposición a la religión hindú, plagada de dioses y diosas, con sus múltiples formas y avatares. Los sikhs creen en un Dios supremo, absoluto, omnipresente, eterno, creador, que es la “causa de las causas”, pero que no es violento ni vengativo. Es un Dios que no castiga al hombre por sus pecados pero que le pide que cumpla su verdadera misión en el Cosmos -del que forma parte según una concepción holística del mundo- de forma que se una después con su Origen. Para los sikhs la vida no es pecaminosa, cualquier vida emana de un Origen puro y toda vida alberga una Verdad única... Hablando ¿en cristiano?: el sikhismo es una religión práctica, una fe de esperanza y optimismo, que pretende enseñar al ser humano cómo llevar una existencia digna a la vez que útil para el mundo, y realmente, de cerca, lo parece. Según nos explicaron, ni siquiera se trata de una visión altruista de sacrificio y renuncia a uno mismo, ya que creen que hacer el bien a los demás, dirigirlo al mundo en general es algo que siempre revierte positivamente en ti como individuo que formas parte de él (de nuevo la visión holística, ya sabéis). Para hacernos comprender esto último nos plantearon el símil de que fueses una olla a presión, en la que si sólo metes ingredientes termina por explotar, con lo cual, además de estropearse no cumple la finalidad de ofrecer la comida cocinada; por eso tú necesitas “soltar” una parte de lo que tienes, para tu propio bienestar y para cumplir con la misión para la que has sido creado.

Cualquiera puede convertirse en sikh, independientemente de su origen o nacionalidad, no hay límite de edad. Sin embargo no es una religión proselitista; nuestro inesperado guía en el Gurudwara nos insistió en que no es necesario renunciar a las propias creencias, sean religiosas o simplemente éticas, para seguir estos principios que, de puro naturales y lógicos que parecen, podrían ser casi universales.

Los hombres sikhs resultan bien visibles gracias a los cinco símbolos, conocidos como las “cinco k”, por ser ésta la primera letra de cada uno de ellos:
- Kesha (pelo largo y recogido, también el de la barba, que teóricamente no recortan en toda su vida)
- Kangha (especie de peineta que llevan bajo el turbante)
- Kara (pulsera de acero)
- Kachha (especie de calzones cortos interiores )
- Kirpan (daga)

La finalidad de estos símbolos es contribuir a la disciplina personal, ya que según nos explicó nuestro guía, un aspecto externo disciplinado manifiesta una disciplina interior, o sea que esta vez el hábito también hace al monje. Además, llaman la atención por ser más altos y corpulentos que la media, ya sea por su mayoritario origen punjabi, o sencillamente por llevar una mejor alimentación. Realmente, su aspecto es imponente. Las mujeres sikhs no se distinguen por su indumentaria de cualquier mujer hindú, aunque sí en el activo papel que juegan dentro de su comunidad, en el que no son discriminadas ni siquiera a la hora de conducir los oficios religiosos.

Para saber más, visitad: http://dgmc.sikhnet.org







lunes, agosto 28, 2006

Cartas a Lucilio

"¿En qué puede ayudarte la novedad de tierras? ¿En qué el conocimiento de ciudades o lugares? Este ir de un lado a otro es inútil. ¿Preguntas por qué no te ayuda esta huida? Pues porque huyes contigo mismo. Hay que descargar el peso del espíritu. Hasta entonces ningún lugar te complacerá.
Cuando hayas expulsado este mal, todo cambio de lugar se tornará agradable. Aunque seas desterrado a las tierras más lejanas, aunque seas colocado en cualquier rincón de un país bárbaro, ese sitio, sea el que sea, te resultará acogedor. Más importante que el sitio es la disposición con que te acercas a él, y por eso no debemos aficionar nuestro espíritu a ningún lugar. Hay que vivir con este convencimiento: no he nacido para un solo rincón, mi patria es todo este mundo. "
Séneca, Cartas a Lucilio, 28, 2.4-5.
Escribiente en un ashram de Rishikesh

Indiados - India a dos



Indiados
Abrimos este espacio para compartir el viaje que hicimos durante 23 días de julio de 2006. En él relataremos, a dos manos, varias impresiones de lo mucho e intenso vivido, tomando como punto de partida los diarios de viaje escritos durante una azarosa ruta de 5.000 kilómetros por las carreteras del norte de la India.
Dos miradas, ¿un viaje?
Esperamos que os guste, amigos o anónimos navegantes, que os sea útil si estáis preparando vuestro viaje, ¡y que nos dejéis vuestros comentarios!

Namasté!

Waku-ka-tilla



Desauyamos en el hotel un té grasiento y salado con leche y manteca de yak, y una gachas con rodajas de plátano.

Desde la azotea se ve el río Yamuna, y centenares de banderas de oración de vivos colores que dispersan con el viento sus alabanzas al Buda.


A la luz del día, todo es mucho menos sórdido. Las calles del barrio tibetano son a veces meros pasillos entre las casas, por donde discurren libremente las aguas fecales. Monjes y monjas budistas con túnicas rojas y azafrán andan sin prisa entre puestos donde se venden extrañísimas frutas y verduras, amuletos, incienso... Los muros aparecen repletos de pintadas y carteles que piden la liberación del Tibet, o felicitan a His Holyness por su último cumpleaños. Resuenan por altavoces monótonos (en el sentido más literal de la palabra) mantras. En algo así como una plazoleta, a la puerta de un pequeño templo, la gente reza y da vueltas a pequeños molinillos que repiten una y otra vez la misma y casi única oración del budismo tántrico “om mani padme hum...”.

Comienza el viaje

Día uno de julio, y a las cinco de la mañana Barajas ya es un caos. Nuestro vuelo aparece y desaparece de las pantallas, indicando cada vez una puerta de embarque distinta. No hay personal de tierra, y las oficinas de información aún están vacías. Nervios y carreras en un estado de semiinconsciencia, y algo más de una hora de retraso en despegar, justo el tiempo que tendríamos para hacer el trasbordo en Zurich, por lo que tememos perder el enlace. Conversamos sobre ello con grupo de tres indios, que en un principio nos toman por parte de la delegación diplomática (¡con la pinta que llevamos!) de Zapatero, que viajaba también ese día a la India, y quienes, sin perder un ápice de serenidad ni de sonrisa, nos dicen “¡oh, ya es seguro que no cogeremos el siguiente avión!”. Esta misma actitud de indolente reconciliación con lo que haya de venir, tan incomprensible para nosotros, la encontraremos muchas veces a lo largo del viaje. En el avión también viene –en clase turista- el tal Ruphert (¡te necesito!), como un estrafalario alienígena recién salidito del bote de formol.

El trayecto de Madrid a Zurich resultó muy hermoso gracias a la limpia mañana sobre los Alpes: una sucesión inabarcable de cumbres titánicas, oscuras y erizadas, blandas colinas nevadas, sinuosos glaciares como serpientes míticas y lagos opalinos.

Gracias a los tres “gentlemen” indios de Barajas, quienes nos cuelan por el control “bussiness class”, conseguimos no perder el siguiente vuelo. Sentados en la última fila del enorme avión, somos ya tres extraños entre una pequeña multitud de caras morenas, brillantes saris, apretados turbantes sikhs, niños que corretean descalzos por los pasillos. Pese a la adrenalina descargada, conseguimos descabezar algún rato de sueño acunados por la idea de estar recorriendo, apenas unos miles de metros por encima, una sucesión de países extraños, la antigua Ruta de la Seda, que durante tantos siglos llevó Occidente hasta Oriente, y viceversa, y que ahora nos lleva a nosotros.

Nunca fuimos tan lejos, no sólo en distancia física, y presentimos que, para aprender la India, tendremos que olvidarnos de lo aprendido hasta entonces. Sin saber si seremos capaces, nos prometemos, al menos, ir con los ojos bien abiertos, hacia afuera y hacia adentro, y cultivar la capacidad de sorprendernos, que es el verdadero tesoro del viajero.

Finalmente, llegamos a Delhi, y, por si fuera poco, llegaron también nuestras maletas. El primer impacto llegó nada más salir por la puerta del avión: 35 ºC a las diez de la noche, con sensación térmica de bastantes grados más, y un aire quieto, espeso, saturado de humedad, que parece oprimirte los pulmones. Ruth, en la escalerilla, creyó que era el aire caliente de las turbinas de los motores... pero no. Pasamos el tedioso control de pasaportes, y saboreamos por primera vez uno de los ingrediente más indigestos de la indiosincrasia: a los escasos especímenes que trabajan tras un mostrador (ya sea en una aduana, en un banco, o en la recepción de un hotel), les encanta aparentar que tienen todo controlado, en un país fuera de control, en el país del sálvese quien pueda, en el que la administración es invisible, lo que se materializa en enrevesados formularios que inevitablemente te ves obligado a rellenar, aunque sea con el curriculum vitae del pato Donald, eso da igual.

La sensación de salir por la puerta del aeropuerto es sobrecogedora, con cientos –muchos cientos- de ojos oscuros escrutándonos, mientras buscamos y finalmente encontramos, como una tabla de naúfrago, un cartel con nuestro nombre que sostiene Rana, nuestro conductor (y algo más) durante los próximos 23 días.

Pero lo que más marcó, sin duda, la llegada, fue el trayecto desde el aeropuerto al hotel. Nos sumergimos en el tráfico nocturno de Delhi como en un feroz campo de batalla, sin reglas (al menos, ninguna regla inteligible para nosotros, salvo conducir, no siempre, por la izquierda, como los ingleses, para más inri). Personas cruzando hacia cualquier parte y desde cualquier parte. Apenas alumbrado. Vacas, vivas o muertas, en mitad de la autopista, inmutables. Algún semáforo que sirve para lo mismo que los intermitentes (es decir, para nada). Camiones multicolores que se precipitan, da igual si es en dirección contraria, como elefantes desbocados. Repletos ricksaws como verdes moscas zumbonas. Y gente, mucha gente: tirados encima de los coches, o en el suelo, o en mitad de una estrechísima mediana. Hombres cubiertos apenas con un taparrabos, mujeres envueltas con una tela mugrienta. No se mueven, y no sabes si están vivos o muertos.

Llegamos a nuestro destino de esa noche, Waku-ka-Tilla, la colonia fundada por los refugiados tibetanos tras la invasión china, donde teníamos reservado nuestro único hotel en todo el viaje, que según las guías de viaje (muy pronto aprendimos a confiar lo justo en ellas) era un lugar tranquilo y seguro, pero que nos parece tan siniestro como todo a esas horas. Nos saluda en la recepción la efigie de “His Holyness the Kundum Dalai Lama”. En la habitación, conversamos sobre la impresión de la llegada; para nosotros ha supuesto encontrarnos, por primera vez en nuestra vida, cara a cara con la miseria, con todas sus letras. Dormimos con un sueño plano, martilleados por el aire acondicionado, que apenas sirve para bajar la temperatura unos pocos grados, pero que suena como si dentro estuviera pedaleando un mono cabreado.